
Víctor y yo fuimos niños en la misma época y en las mismas aceras. Su madre vendía flores en la esquina de mi casa. Solíamos dar paseos en bicicleta. Escalábamos los barrancos, entonces desolados. Mirábamos el televisor por las noches. A Víctor le gustaba mucho "El Auto Fantástico". Su familia no tenía auto. Al terminar el programa, se iba con su madre. En realidad no sabía a dónde se iba. Cuando supe, qué pasaba con él y su familia, entendí por primera vez del desamparo. Crecimos. Víctor tuvo su primer hijo a los diecisiete yo, mientras tanto, me volví drogadicto. Luego lo dejé y estudié derecho. Víctor tuvo otros tres hijos y se hizo borracho. Me casé y tuve un hijo. Víctor llegó un día a la casa de mi suegra y le pidió prestado dinero en nombre mío. Tuve que pagarlo. No le volví a ver. Ahora que vivo lejos y soy fiscal, menos. Sólo supe de él dos veces; la primera, se me acercó borracho y con lágrimas a tratar de hacer memoria de cuando éramos niños. A mí me dio pereza. Él estaba ebrio y yo no, por eso. La segunda y última, fue este sábado, cuando lo encontré en una calle, luchando contra dos policías, idiotizado por el alcohol. La sirena encendida en la patrulla, alumbró su rostro cuando lo subieron a la parte trasera del camión, con las esposas puestas. A penas se sostenía. Recordé que un tiempo, Víctor tuvo un auto. Era un cacharro viejo, con el que hacía fletes. Pintó de negro la lámina oxidada. Le puso una sirena naranja, en el techo que no encendía. Víctor, durante un buen tiempo, tuvo su auto fantástico.